Al sol, a la sangre, al humo y a la felicidad en general.

abril 10, 2011

Me escondí de la luminosidad del día, me enfermé con cada sonrisa que me dispararon a la cara y sin quererlo demasiado perdí la conciencia de mis actos pendencieros.
Recapitulé en secreto los fraudes de mi infancia, sostenida a penas por el hilo de la memoria y el tiempo se transformó en arena, en ríos tornasoles, en rafagas de viento.
Pronto, más pronto de lo que pensé estaba perdida en el espiral de humo que me arrastraba por las tardes, por las noches y madrugadas sin sueño. Y no quise escapar.
Los días dejaron de tener sentido, el sol dejó de importarme y aunque estuviera impreso en mi costilla derecha, seguía siendo opaco ante mis ojos enardecidos. Y me enamoré de la luna y la seguí como una loca durante días completos, la admiraba en mis momentos lúcidos, en los que la risa estúpida no me sacudía el rostro... Y me acompañaba con ella de vuelta a mi pieza, con la marcha tambaleante y a mi lado algunas personas en las que no confío.
Se me hicieron agua los motivos, se derritió el control que creía tener y vagué por los rincones asperos de mis vivencias tergiversadas.
Hasta las estrellas me dejaron sola, se escondieron tras las nubes que maldije y sació mi sed la sangre propia e imaginaria de mi reflejo encerrado en una cápsula magnética, que nunca me dice cuando llega, que no me suelta aunque lo quiera y que reaparece incluso aunque no lo crea.

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