Al sol, a la sangre, al humo y a la felicidad en general.

abril 20, 2011

Un día hablaba contigo sobre lo que sería quedar flotando en la nada...
Quedarse sin sentidos, ciego ante algo que ni siquiera puedo imaginar, sordo ante el ruido espantoso del silencio, no sentir mis manos, no sentir calor, no sentir frío...
Esperar que se acabe el aire y morir.
Tus labios se movían relatándome los horrores imaginarios de quedar desplazado en la nada, de salir por expulsión de la tierra y que todo se acabe de golpe. Y yo, con los ojos cerrados y las manos heladas, temblaba por dentro, como un papel azotado por el viento, temblaba de miedo, de desconcierto, de desesperanza... Gritaba que no quería, que no me imaginaba un peor destino, que no podría dejar de verte, que no quiero sofocarme en el ruido que hacen mis pensamientos chocando.
Tu mente corría rápido y me envolvía en una situación perdida, en una escena sin diálogo, en una oscura prueba de obstáculos y creo... no estoy muy segura, pero es algo que haría ahora, así que es algo que probablemente hice en ese momento, creo que te abracé y creo que se me quitó el miedo y sentí la temperatura de tu cuerpo y recuperé el aliento y me sentí a salvo y en tierra.
Y tus brazos me rodearon y aunque volví a sentir el vértigo, el golpe de corriente y la aceleración del pulso, al menos tenía la seguridad borrosa de que no estaba en el vacío, de que no estaba flotando, de que no había sido condenada y de que se me habían perdonado los pecados.

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